Decir esto ahora
parece sacrílego, pero cuando Clint Eastwood estrenó Mystic River en el año 2003 era
un director que empezaba a mostrar síntomas de decadencia. Su última gran
película, Los puentes de Madison, la
había estrenado 8 años antes y entre medias había dirigido cinco largometrajes
(Poder absoluto, Medianoche en el jardín
del bien y del mal, Ejecución inminente, Space Cowboys y Deuda de sangre) que,
aún siendo unos mejores que otros, no alcanzaban ni de lejos la calidad de
obras como Bird o Sin perdón. Si a todo esto le añadimos
que en el año 2003 Clint Eastwood ya tenía 73 años, nos encontramos con que en aquel momento no era infrecuente leer y escuchar a algunos críticos para los
que la época dorada de Eastwood ya había pasado y sólo estábamos presenciando
sus últimos coletazos.
Pero hete aquí, que Clint Eastwood se planta en el Festival de Cannes de 2003 con Mystic River debajo del brazo y en su primera proyección deja a todos los allí presentes con la boca abierta. Y no era para menos, acababan de ver la que para mí es la primera gran obra maestra del cine americano en el siglo XXI. Pues bien, el jurado, presidido por el director francés Patrice Chereau, decide de manera incomprensible otorgar la palma de oro a la película de Gus Van Sant Elephant, película que no está mal, pero que ni de lejos llega al nivel de la obra que nos ocupa. Pero no sólo eso, es que si buscan en el palmarés del festival de ese año no encontrarán Mystic River por ninguna parte, ni el premio del jurado (A las cinco de la tarde), ni el gran premio del jurado (Lejano), ni mejor actor para Sean Penn o Tim Robbins (Muzaffer Ozdemir & Mehmet Emin Toprak, por Lejano), ni la dirección (para Gus Van Sant, por si la palma de oro no había sido suficiente premio), ni el guión (Las invasiones bárbaras), nada. Les invito a repasar la sección oficial de ese año para que vean que ninguna de las películas ha permanecido en la memoria colectiva tanto como la que nos ocupa. Por suerte, en el cine el mejor jurado y el que suele dejar las cosas en su sitio es el tiempo. Y el tiempo ha demostrado que el fallo fue snob y equivocado.
Además, la importancia
de Mystic River hay que medirla
también con el valor que supone inaugurar un período extremadamente fructífero
en la carrera de Clint Eastwood, con títulos como Million Dollar Baby, Cartas desde Iwo Jima o Gran Torino (hay otras muy buenas también pero para mí estas tres
son las mejores).
Pero centrémonos en
la película propiamente dicha. Mystic
River está basada en la novela homónima de Dennis Lehane, autor muy
recomendable, y ambientada en un suburbio de Boston, como todas las novelas de
Lehane a excepción de Shutter Island,
obra que también fue adaptada al cine por Martin Scorsese. En las calles de ese
barrio, tres niños juegan al hockey y escriben sus nombres en el cemento fresco
del suelo cuando dos hombres secuestran a uno de ellos, Dave, para abusar
sexualmente de él. Éste es el comienzo de la película y también el trasfondo
emocional alrededor del cual giran las relaciones entre los personajes durante
toda la historia (Sean, el personaje que interpreta Kevin Bacon llega a decir
“a veces creo que los tres subimos a ese coche”). Y como el mismo Dave (Tim
Robbins) dice en un momento dado: “ese niño murió en aquel sótano, y el que
salió de allí no era la misma persona “.
Es Mystic River una
tragedia clásica en donde todos sus personajes arrastran heridas profundas que,
a medida que avanza el metraje, van saliendo a la luz. Y todas ellas tienen un mismo origen, la
tarde en que se llevaron a Dave. Su amistad se rompió en ese mismo instante porque ya no podían estar juntos sin rememorar aquel momento, y por eso Eastwood
retrata con precisión de cirujano la incomodidad que sienten los personajes
cada vez que tienen que mantener una conversación.
Pero 25 años después, otra vez la tragedia –que es el verdadero nexo de unión que tienen Dave, Sean y
Jimmy (Sean Penn)– va a volver a reunirlos cuando la hija de Jimmy resulta
brutalmente asesinada y Sean tenga que encargarse de la investigación en la que
el principal sospechoso es Dave. Este hecho lo removerá todo, y la película
comenzará a desarrollarse con esa violencia soterrada que tan bien ha sabido
manejar siempre Eastwood a lo largo de su carrera como director. Se trata de
una violencia que se percibe en el interior de los personajes, que se respira
en el ambiente, en cada mirada, en cada silencio.
Película sin buenos ni malos en la que el espectador es
capaz de ponerse en la piel de cada uno de sus protagonistas, comprender sus
motivaciones. Entendemos por qué Dave actúa como actúa, sus inseguridades, sus
miedos, sus secretos; también entendemos a Jimmy, delincuente rehabilitado y
ahora esposo y padre (aparentemente) ejemplar, pero que lleva una carga muy
pesada (“lleva el peso de la cárcel en los hombros” según el
policía que interpreta Larry Fishburne, secundario de lujo para la película);
entendemos la soledad de Sean, que recibe constantemente llamadas de su mujer, que lo ha abandonado llevándose a su hija. En ellas no se dicen nada, pero él no
cuelga porque “algún día le dirá por qué lo ha dejado”.
Se le han achacado
fallos de guión, alguna trampa, alguna casualidad mal traída… Personalmente, creo que se equivocan quienes valoran esta película desde la perspectiva del
thriller, y obvian que lo realmente importante y el motivo por el que causa el impacto que causa no es saber quién es el asesino. Ni
siquiera por qué lo hizo (esto no es una novela de Agatha Christie), sino cómo
un hecho aislado puede marcarte la vida para siempre, a ti y a los que te
rodean: “si yo hubiera subido a ese coche nunca habría tenido la seguridad de
acercarme a mi mujer, nunca habría tenido a mi hija y esta nunca habría sido
asesinada” dice Jimmy en un momento de la película.
Hay pocos directores
vivos capaces de retratar la naturaleza y la miseria humana tan bien como lo
hace Clint Eastwood. No tenemos más que pensar en Sin perdón, Bird, Gran Torino, Million Dollar Baby o Los puentes de Madison para comprender
que hablamos de un director gigantesco, un verdadero autor. Porque todas sus
películas llevan su sello, pueden ser mejores o peores pero todas tienen algo
que las hace reconocibles.
No sé cuántas veces
he visto Mystic River, ni sé cuántas
más veces la voy a ver a lo largo de mi vida, porque hay películas que uno
nunca se cansa de ver. Secuencias que te vuelven a la cabeza una y otra vez a lo
largo de tu vida (“aquí enterramos nuestros pecados y lavamos nuestras
conciencias” dice Jimmy en una de ellas). Estamos ante una película eterna.
Alfonso Mazarro
Alfonso Mazarro
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